Hacia una nueva educación

El próximo Viernes 11 de noviembre presento mi nuevo libro, "Hacia una nueva educación", publicado por la Editorial MAD, donde recojo mi visión como docente sobre el presente y el futuro de la educación en nuestro país. Es un libro del que me siento muy orgulloso, porque de alguna manera es lo que soy como docente y -en buena parte- he sido como alumno. 

Si quieren conocer el índice, pueden pulsar AQUÍ.

Por si no pueden asistir al acto, les dejo aquí las primeras páginas de la "Carta al lector". Toda una declaración de intenciones. Espero que les guste.



Cuando era pequeño, siempre intentaba pasar desapercibido en las clases. Solía posicionarme estratégicamente entre la línea de visión del profesor y la espalda de mi compañero de delante, al cual utilizaba como muro o pantalla protectora. Aquella estrategia, en realidad, no servía para gran cosa porque el profesor, de un modo u otro, siempre terminaba reparando en mí. Sin embargo, la inocencia o la inmadurez me hacían confiar en ella con fe ciega, y perfeccionaba aquella técnica hasta límites insospechados, aspecto que terminó por convertirse en un fin en sí mismo. Podría pensarse que dicha estrategia obedecía a mi timidez o a mi miedo escénico frente a la pizarra, pero en realidad no se debía ni a una cosa ni a otra, sino a mi ignorancia. O, mejor dicho, al desconocimiento de todo lo que se hablaba, se explicaba y se decía en clase. No es que no quisiera salir a la pizarra a resolver un excitante problema de matemáticas por la vergüenza pública, o que no deseara fervientemente participar en la apasionante aventura del recitado de las tablas de multiplicar por miedo a que todo el mundo se fijase en mí; sencillamente, no sabía ni una cosa ni otra. Al salir de clase o en el recreo, sin embargo, mi actitud cambiaba radicalmente; era el capitán de mi equipo de fútbol, el último en ser pillado en “polis y cacos” y me convertía en muchas ocasiones en el líder de juegos y travesuras.

Por aquellos años de la EGB también practicaba el arte de la abstracción. Me abstraía de todo lo que sucediese a mi alrededor dentro del aula con una facilidad que incluso a mí mismo me resultaba preocupante. Era capaz de imaginar en mi mente historias extraordinarias: jugadas de fútbol inigualables, conversaciones con chicas que no me hacían caso, entrevistas en la radio por ser el capitán de algún equipo de fútbol campeón de la Champions, un concierto ante millones de espectadores, una genial carrera de Fórmula 1... Como se podrá imaginar, arrastré centenares de insuficientes de un hermoso color rojo a lo largo de toda la EGB. Incluso en COU –lo que sería hoy Segundo de Bachillerato- llegué a mi récord personal al suspender seis asignaturas, recuperándolas todas ellas en los exámenes de septiembre.
Quizá todos aquellos problemas que sufría en la escuela no se debieran más que a mi madurez tardía. Tal vez el hecho de cambiar cada año de colegio y de ciudad tuvo algo que ver, pero todo ello –aunque importante- no deja de ser algo meramente circunstancial. El principal problema era que mis características personales no encajaban con las características particulares de los colegios. Dicho de otro modo; mis “supuestas” cualidades no tenían cabida en los colegios a los que asistía, donde se valoraban otras “cualidades” diferentes. Incluso, en el área de dibujo –donde gané varios premios locales y provinciales cuando era pequeño-, los profesores solían ponerme una nota de “bien”, mientras que compañeros míos que aprobaban la mayoría de las asignaturas con sobresaliente también disfrutaban de un sobresaliente en dibujo, a pesar de hacerlo mucho peor que yo.
Desde el punto de vista académico, podría decirse que por aquellos años yo  formaba parte del número de “fracasados escolares” de la época, un título poco gratificante, a decir verdad. Cada vez que cambiaba de colegio, el Director cogía mi expediente, movía los ojos  de un lado a otro, resoplaba y luego me observaba con cara de resignación desde el otro lado de la mesa. En todos los colegios e institutos me sucedía lo mismo. Sin embargo, al llegar a la universidad, todo cambió. Encontré al fin un sentido a los estudios y –de repente- todos aquellos conocimientos que estaban adormecidos en mi mente comenzaron a despertar a gran velocidad. Terminé la carrera de magisterio –quién sabe si por un oculto pensamiento inconsciente de venganza-, toqué en un grupo de música de un éxito fugaz, comencé a escribir para varios diarios y publiqué unos cuantos artículos y libros tanto de educación como de literatura.
Ya convertido en maestro, siempre me pregunté por la visión que los profesores tenían sobre mí y sobre la escasa valoración que tanto ellos como los adultos hacían por entonces de algunas de mis cualidades. Este análisis sobre mí mismo y sobre las valoraciones sociales estándar me ha ayudado a comprender el comportamiento de muchos de mis alumnos, sobre todo el de aquellos cuyas notas no son tan destacadas. Pero, especialmente, me ha ayudado a reconocer algunos de los defectos del sistema educativo que hace que ciertas cualidades o potencialidades se pierdan entre pizarras y pupitres imposibilitando que los alumnos alcancen el éxito académico.
Este libro, si finalmente tiene algún valor, es precisamente el de estar escrito desde la experiencia de un “fracasado” escolar que ha logrado resarcirse, desde la trinchera de los que se esconden detrás de otros compañeros para pasar desapercibidos, de los que durante su etapa infantil y juvenil se ven señalados por el dedo acusador de un sistema que los induce a la derrota.

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